Columna Papel de China
Por: Víctor Kerber
Entre los conocedores de la política exterior de México, predomina el criterio de que se ha perdido rumbo y dirección. "México parece haber perdido su sentido de ubicación en el mundo", afirma Javier Treviño, ex subsecretario de Relaciones Exteriores en los años del gobierno zedillista. Más fustigantes incluso se han alzado las voces de los embajadores Gustavo Iruegas y Jorge Eduardo Navarrete, para quienes el umbral de la dignidad que alguna vez se tuvo, se perdió en manos de personas que ni siquiera la entienden.
Pese a todo, al Presidente de México se le invita al diálogo ampliado del Grupo de los Ocho, un privilegiado club de potencias industriales que anualmente se reúne a examinar los temas acuciantes del orden internacional. No es una distinción a Vicente Fox, esto hay que decirlo, es una distinción a nuestro país, en tanto se ve como un actor emergente en la escala del poder, al igual que Brasil, India, Sudáfrica y China.
Existe pues un descrédito interno hacia nuestra diplomacia que contrasta con el reconocimiento externo hacia las circunstancias de poder que nos favorecen, derivadas en buena medida de la estabilidad económica, de nuestra capacidad de interlocución con el mundo anglosajón, lo mismo que con el hispano, y de una incuestionable imaginación política ante situaciones de crisis a lo largo de la historia.
Producto de las pericias diplomáticas de nuestros nacionales cabe recordar al tratado de Tlatelolco, que creó la primera zona desnuclearizada del mundo, o aquel famoso programa de refinanciamiento de la deuda externa, conocido como plan Brady, que en realidad se debió al ingenio de José Ángel Gurría.
El momento es inmejorable para nuevos planteamientos, más cabales y precisos, para la política exterior mexicana. Hay quienes opinan que deberíamos de recuperar el rumbo de los principios de no intervención, autodeterminación, solución negociada de los conflictos, lucha por la paz e igualdad jurídica de los estados. Dichos principios fungieron como escudos de defensa ante los embates de las potencias en el pasado, y se cree que los hemos abandonado por afanes de protagonismo que no nos competen.
Otros creen que lo óptimo sería pasar a la ofensiva, es decir, instituyendo quizá una especie de realpolitik mexicana, que privilegie el aseguramiento de acuerdos estratégicos con Estados Unidos, y establezca una zona de influjo sobre América Central.
En un título reciente, publicado por el Fondo de Cultura Económica, un grupo de analistas del quehacer internacional de México, coordinados por Luis Herrera-Lasso, se dio a la tarea de configurar un cuadro para el establecimiento de una nueva política exterior; se topó, sin embargo, con dificultades. "Habrá que tener cuidado", advierten como la mejor de sus recomendaciones. El texto se convierte así en un espléndido diagnóstico de nuestra realidad, aunque poco concreto en la escala de proposiciones.
Y es que la tarea que tiene ante sí el próximo presidente no es sencilla. ¿Cómo sacarle más provecho a la relación con América del Norte, sin caer en la indignidad? ¿Cómo equilibrar nuestras interdependencias? ¿Cómo reanudar el activismo sin caer en los protagonismos? ¿Cómo contribuir a la reconfiguración del orden mundial sin caer en enfrentamientos?
Sí resulta necesario fortalecer primeramente el orden interno, como sostenía López Obrador en su campaña, sin que esto signifique no contar con una política exterior. ¿O de qué otro modo podríamos convencer a los inversionistas extranjeros de la seguridad de invertir en México, si no existe seguridad interna?
Hace falta también elaborar una doctrina de política exterior que actualice al cuerpo doctrinario ya existente, y que nos proyecte hacia el universo de las nuevas tecnologías informativas, en vez de mantenernos añorantes de los tiempos de Carranza.
Hace falta, por último, aprovechar mejor el Servicio Exterior Mexicano. Cierto que convendría extirparle una que otra verruga; sigue siendo, empero, un depositario invaluable de imaginación, talento y profesionalismo.