Cuando llamé a Afore XXI para ver cómo iban los prolíficos rendimientos de mi afore, imaginándome miles y millones de dólares en una bodega, me salieron con que yo autoricé el cambio a otra institución aforística. “Ah, cabrón”. Mis ojillos se movieron de un lado a otro, casi como observando un partido intenso de ping-pong. “Oiga señorita, pero ¿por qué haría yo eso si ustedes son la cosa más maravillosa que existe en el mercado de las afores?” Esto no tiene sentido, creo que es un caso para Sherlock Holmes…
A ver, a ver, a ver. Alto ahí… Eso significa que alguien falsificó mi firma. Oh-my-god. Siempre supe que mi firma debió haber sido algo más acá, más… no sé… algo así como una guacamaya (además del grado de dificultá, de su colorido y originalidá evidentes, contiene mi nombre: guac-amaya!, ajá soy bien listilla)…
Cuando me dieron la terrible noticia me sentí ultrajada. Salí corriendo a la regadera, abrí el chorro de agua caliente y me senté en la esquina del baño balanceándome lentamente, sin querer aceptar lo que acaba de ocurrir… No podía ir a la policía porque no podría aceptar aquella humillación frente a toda esa gente haciendo preguntas sobre cómo iba vestida y cuántas copas había tomado… Ah bueno, y también porque según las leyes del universo aforiano, después de 180 días que ocurrió la atrocidad, no hay nada que hacer…. NA-DA.
Malditos maleantes que acechan las noches para cometer sus fechorías que no tienen nombre ni perdón de Dios. Ahí están, cobijándose en la oscuridad de noche, de puntillas, con sus pequeños antifaces negros esperando cualquier descuido de la pobre gente trabajadora para sacar la pluma y paf… falsificar una firma.
Pero hay un Diossssss!!
- Amaya
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