¿Qué es la desigualdad? ¿Por qué no hemos logrado encontrar una fórmula eficaz para reducir el impacto negativo de este problema? ¿Qué medidas se pueden adoptar para luchar contra este mal que nos aqueja?
Estas preguntas no son nuevas. Pobreza, miseria y desigualdad han sido el común denominador en la mayoría de los países latinoamericanos desde la época colonial hasta la actualidad.
Entonces, si ya estamos acostumbrados a convivir con la desigualdad, ¿por qué nos hemos obsesionado con la idea de acabar con ella? Hay muchas razones. Puede ser por cuestiones exclusivamente éticas y morales. Por altruismo. Por un deseo de erradicar los males de este mundo. Por afanes heroicos.
Puede ser por todas las razones expuestas anteriormente. Sin embargo, desde un punto de vista político la situación es muy simple, hay que erradicar la desigualdad si queremos conservar nuestras democracias.
Esto lo saben los políticos (y cualquier persona con sentido común), por lo que las acciones gubernamentales destinadas a atacar dicho flagelo han brotado por montones. Pero no hay nada nuevo debajo del sol. Por esta razón, tal vez resulte obvio afirmar una vez más que la educación puede ser una herramienta útil en la lucha contra la desigualdad.
La primera medida sería incrementar la alfabetización, poniendo énfasis en las niñas. Como dice un proverbio africano, “educar a un niño es enseñar a una persona; educar a una niña implica hacerlo para una familia entera”. De esta forma se generaría un círculo virtuoso: disminuye la tasa de nacimientos, aumentan las medidas de higiene y la esperanza de vida, se generan más oportunidades laborales para las mujeres, hay un consecuente aumento en los ingresos y, en general, un mayor bienestar para la familia.
Otras acciones a seguir deben tomar en cuenta políticas redistributivas de la tierra y los programas de crédito para la vivienda. No obstante, hay que tomar en cuenta que la mayoría de estas iniciativas requieren recursos gubernamentales para ponerlas en práctica y es probable que se enfrenten a una resistencia política y de algunos sectores privilegiados de la sociedad.
Otras medidas alternativas importantes pueden ser la reducción del gasto militar y de los salarios de los políticos de alto nivel; la lucha frontal contra la corrupción; el mejoramiento de los salarios de maestros, policías, doctores; la ampliación de la base fiscal a través de la facilitación del pago de impuestos; y la implementación de programas con la participación del gobierno, empresas y la sociedad civil para la solución de necesidades básicas de la población en materia de salud, vivienda, educación, etc.
Estoy consciente de que el crecimiento económico es vital para disminuir la pobreza. En este sentido, las políticas macroeconómicas que incluyen el mantenimiento de niveles de inflación moderados son de gran importancia, pero no han sido suficientes hasta ahora. Lo que tienen que hacer nuestros gobiernos es invertir en la gente, en el capital social, que es la base de una sociedad próspera y estable.
En efecto, en condiciones de una desigualdad aguda, las consecuencias económicas y políticas pueden ser devastadoras. Movimientos insurgentes como el EZLN pueden emerger en un caldo de cultivo de injusticia social.
Cuando la desigualdad no provoca una rebelión, por lo menos sí genera una gran apatía política, hostilidad y desconfianza hacia las instituciones. La frustración generada es enorme y esto se traduce en los altos índices de abstencionismo electoral y en el rechazo a la participación ciudadana.
Finalmente, la implementación de medidas que tengan como objetivo la disminución real de la pobreza y la desigualdad, tienen que ir acompañadas del diálogo efectivo entre los distintos actores políticos involucrados en las reformas. La capacidad de negociación y la disponibilidad de confiar en los demás son factores indispensables para lograr los objetivos planteados.
- Amaya
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